jueves, 25 de mayo de 2017

La pulga

Tomado del sitio "Cubanos por el mundo"


Este era un científico que realizaba experimentos con una pulga. Le
ordenó a la pulga:
– ¡Salta, pulga, salta!
Y la pulga salto un metro. Le quitó una pata y repitió lo mismo: la
pulga saltó solo medio metro. Así fue quitando zancas a la pulga que
cada vez saltaba menos, hasta que el insecto se quedó sin patas. Todo
lo iba anotando en su libreta como corresponde a un hombre de talento
extraordinario. Cuando la pulga ya no tenía patas, le ordenó que
saltara, pero esta vez no saltó. Entonces anotó muy convencido:
–Pulga sin patas, sorda.

¡Vaya moraleja! Así se desarrollan las cosas en Cuba. Quienes dirigen
el país son los científicos del desarrollo económico. El pueblo, la
pulga que obedece. Hay que saltar aunque ya no queden patas para el
impulso, mientras los dirigentes continúan empecinados en hacer creer
la infalibilidad de todo lo que conciben como lo correcto, aunque los
avances retrocedan y lleguen hasta el inmovilismo.
La gran verdad de este chiste negro no está precisamente en la sordera
poblacional ante el repetitivo llamado de un alto funcionario desde un
salón con aire acondicionado a que "hay que producir más, trabajar
más, duplicar las producciones…", –como si con la lengua se sembrara
el boniato– sino en la ineptitud de aquellos que creen saberlo todo y
arrancan, una tras otra, las pocas patas que le quedan al pueblo para
saltar. Hasta al definitivo posible salto –el más largo y deseado por
una gran masa poblacional de Cuba– Obama le cercenó la pata.
Sin embargo, continuamos viviendo. Claro que en la miseria de las
limitaciones, sobre todo alimentaria y salarial. Sobrevivimos al
límite, parecido a los sirios, a los iraquíes y a los libios, con la
única atenuante de que en Cuba no sufrimos guerra. Por fortuna, las
patas de las armas de fuego de la pulga quedaron extirpadas desde
1959. Pobre de los venezolanos donde las armas de fuego están en manos
de los "malandros" y el ejército.
En esta Cuba nuestra la población sub vive al elevado costo de los
alimentos que, en línea diametral, al otro extremo contrasta con los
míseros salarios estatales. La población escapa hacia el
"cuentapropismo" porque es la vía expedita menos ilícita para superar
la crisis monetaria sin tomar en cuenta que todo el que pase a ese
gremio se convierte en otro más de los explotadores del mismo pueblo
al que pertenece, en franca competencia con la expoliación estatal de
las shopping. Más de medio millón de nacionales ha pasado a trabajar
por cuenta propia y se bate en negocios muchas veces turbios,
evadiendo el ojo siempre omnipresente del Estado. Paradójicamente, se
le facilita una patente de trabajo individual, para luego acosarlo
mediante un gigantesco cuerpo de inspectores –muchas veces corrupto–
que extorsiona a cambio de dinero o mercancía, pero que al final se
convierte en cómplice de las ilegalidades. Es la antropofagia de unos
contra otros.
En las ofertas de trabajo estatal ya nadie averigua por un empleo
según el salario, sino por alguna "pinchita" en la que haya "busca".
Los trabajadores de servicios en restaurantes, bodegas, merenderos y
otras vertientes en general ganan poco más de doscientos cincuenta
pesos mensuales, lo que equivale a menos de once CUC (o dólares); o
sea, cuarenta centavos diarios en moneda fuerte, como en los lejanos
tiempos del machadato. Entonces se ven obligados a "luchar la busca".
Lo peor es que esta lucha es contra la población de a pie, a la que
ellos mismos pertenecen. El panadero elabora el pan más pequeño para
sustraer la harina con que luego fabricará unos suyos y los venderá a
sobreprecio en la calle; el bodeguero, oncitas a oncitas de azúcar, de
arroz, de picadillo o mortadela, escamotea sus libras para el hogar.
Los empleados de las shopping tienen su "gente" para que, cuando haya
rebajas de mercancías, las acaparen sus cómplices y luego las revendan
en la calle a sobre precio.
Los más débiles, aquellos que por alguna razón de miedo o de
honestidad no hayan caído en los brazos de la rapiña al prójimo,
terminan en la calle como alcohólicos o tanqueros. Los primeros
durmiendo en los portales y los parques, a merced del destino, y los
segundos buceando dentro de los contenedores de basura en busca de
algún pomo plástico que luego puedan lavar y vender a otro necesitado
o reuniendo latitas desechables de cerveza que dejan los más
pudientes, para luego llevarlas a centros de recuperación de materias
primas y liquidarlas por unos centavos.
En contraposición a estas miserias, se han otorgado patentes a
cuidadores de baños en terminales y otros sitios públicos, que cobran,
inmisericordes, un peso al necesitado de vaciar su vejiga; estos
"privilegiados" cuentapropistas regresan a su casa con más dinero
recaudado en un día, que un médico especialista durante un mes de
trabajo. Otro empleo lucrativo por el estilo es el de los parqueadores
de bicicletas y motos en centros públicos.
Si tomo como referencia a Camagüey por ser donde vivo, los que arman
el muñeco de la economía se olvidan de reparar las calles en pésimo
estado, cierran las principales vías con el más elemental pretexto,
eliminan sitios de aparcamiento para carros y complican cada vez más
el tráfico dentro de la ciudad por la carencia de semáforos y policías
de tráfico. Hasta parece que lo ordenan para incomodar a la población
y darle a conocer que son ellos los que mandan. Esto ha traído como
resultado una de las más peligrosas indisciplinas sociales: circular
sin distinción contra el tráfico establecido como si se tratara de una
barriada rural. Esta metrópoli con más de trescientos mil habitantes,
la tercera ciudad del país, solo cuenta con cuatro semáforos; tres de
ellos en la carretera central para que el viajero que cruza perciba
una mayor imagen en el desarrollo vial.
Así es Cuba hoy: el espejo triste del cuento de la pulga. Nuestros
científicos económicos se reúnen. Solo aquí en la carismática Ciudad
de los tinajones se han habilitado muchos sitios para estos
menesteres. Basta cruzar cerca de uno de ellos y pueden observarse
decenas de vehículos nuevos aparcados, a sus decenas de choferes a la
sombra matando el tiempo en conversaciones banales, en espera de que
sus importantes jefes culminen las discusiones del evento al que
fueron convocados. Dentro del salón, que puede ser un teatro exclusivo
o un centro de convenciones reservado para estos oficios, bajo aire
acondicionado central y butacones forrados de damasco, decenas de
estos expertos de gruesas agendas se reclinan y discuten cómo será
posible hacer saltar a la pulga sin patas. Luego de varias horas de
debate llegan al consenso final. Todos levantan la mano y aprueban,
por unanimidad. No hay abstenciones ni nadie vota en contra. Luego los
aplausos. El acuerdo es obvio: la pulga no responde a la orden de
saltar sin patas, porque la pulga es sorda.

Pedro Armando Junco

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